miércoles, 12 de junio de 2013

Cristales como peras en una rama de olmo

Stendhal habla del amor en un ensayo interesantísimo. En él plantea que si se deja  una rama seca y carente de todo atractivo durante unas semanas en una de las minas de sal de Salztburgo, al volver a recogerla aparecerá reluciente, enjoyada por los mínimos cristales traslúcidos de sal que se habrán depositado sobre ella. Tal es el proceso de cristalización también aplicable al amor.

La cristalización calca, entonces, ese procedimiento de la naturaleza y hace que el objeto amado sea descubierto en una inacabada serie de perfecciones. De la rama seca al diamante. De la persona que hasta hace poco tiempo resultaba desconocida, al único ser humano que sería capaz de completar a un corazón solitario, al alma gemela que  comparte  códigos y que es capaz de ser intérprete y traductora de los sentimientos del otro, la belleza inadvertida hasta ayer nomás porque te juro que nunca le había prestado atención...

El ensayo es más amplio y habla de los diferentes estadios del amor  (pensar en, desear ser correspondido, dudar). Ortega y Gasset se ha encargado de hacerle más de una crítica, en un planteo razonable: llama la atención qué aplicable resulta  para todos los casos de encuentro-automático-del-amor-de-la- vida. Su reflexión inicial es absolutamente criteriosa: eso no es amor. 

Un ensayo que debería hablar del amor habla sólo del enamoramamiento, de algo epidérmico u hormonal. Stendhal no habla de responsabilidad, confianza, paciencia,  entrega, respeto y todo el resto de los ingredientes necesarios para poder pasar de esa etapa de cristalización a comenzar a construir un verdadero vínculo con otro adulto. Encargarse de lo menos espectacular (tan respetable en Stendhal quien declaraba haberse desmayado por no soportar la contemplación de lo bello en su punto culminante), pero que también hace que no se quiera vivir sin quien acompaña en la vida. Aunque eso sería tema de otro tratado.

domingo, 9 de junio de 2013

Los léxicos de la familia

Si cada casa es un mundo, cada mundo tiene su idioma. Cada casa tiene su léxico familiar. Yo, como el resto de los mortales, crecí escuchando ciertas expresiones que yo creía, en mi infancia, universales y con el correr de los años descubrí que sólo aplicaban dentro las cuatro paredes que marcan el límite de lo cotidiano.
Un abuelo que había crecido en el campo decía, cada vez que había hecho una pregunta un poco obvia o de difícil respuesta un: "Yo pregunto, si la manteca es unto". Si yo andaba por la casa con el pijama medio caído, era que yo llevaba el pantalón "por las verijas".
De mi padre me quedó el vocativo "corazón" en las frases de cariño. 
Mi madre era profesora de inglés y, si bien me había adiestrado medianamente en esa lengua desde pequeña, el uso más particular que hacía de ese idioma tenía que ver con marcar el estado de su hartazgo. Segundos antes de querer matarme por alguna travesura mía, yo sabía que "el horno no estaba para bollos" porque ella acompañaba su pedido de que me calme, la termine, me calle, con un "please". De no acceder a un pedido tan extremadamente polite, sabía que "ardería Troya" en un segundo más.
Hacer las cosas sin ganas, sin poner cuidado era hacer todo al "tun-tun" o a lo sumo "a la birulí". Hacerse el desentendido era "hacerse el chancho rengo". Desde el campo de las malas palabras, un idiota era un "bolas tristes" y existía el enjendro de tarado y estúpido: "tarúpido". Hace años que dejé de escucharlo. No prestar atención o estar pensando en otra cosa era "estar en babia" (tuve que buscar cómo se escribía).
Todo lo encomillado pertenece a ese léxico familiar que conservé conmigo.
Hoy en día, hay un "ah, bué", marca registrada de mi suegra y adoptado por todos (indispensable pronunciar la u lo más gutural posible y la e, a continuación abierta) que significa que lo escuchado está más allá de toda discusión, que suena tan ridículo que no se puede decir nada más sobre el tema. El fastidio por la insistencia del otro se marca con un leve pataleo y un "pero qué pesado/a" (indispensable arrastrar un poco la s y pronunciar haciendo trompa). Frente a una sorpresa que no nos convence demasiado, se suelta con galanura un "oh, la lá" no exento de ironía abaritonada. Le damos énfasis a lo que sea por medio de un enjendro de prefijo "requeterecontra" whatever. Nos entusiasmamos mostrando la magnitud de algún hecho diciendo que es "bestial" (aplícase habitualmente a goles de media cancha o similares). Muy poca cantidad de algo, de leche, por ejemplo sería un "trrr de leche". La falsa modestia frente a algún logro (la excelencia del puchero, digamos en mi caso) se camufla con un "está mal que lo diga yo pero...".
El más simpático, y tal vez más alarmante, podría corresponder a que la gata habitualmente termina siendo retada con el nombre de la nena y la perra con el nombre del nene. Un último detalle es que a la gata se le habla en lo que denominamos idioma gato: o sea,el castellano de siempre que usamos para decirle las tenerezas obligadas pero en un tono más nasal y usando las vocales más abiertas. Escucharnos es un viaje de ida, porque más de una vez ha sobrevenido en público la pregunta de "¿por qué estás hablando en 'idioma gato' si la gata no está?"... Pero con estas cosas ya deberíamos hablar de patologización del lenguaje y no de lexicografía familar.

Wordle: léxico